Monday, April 10, 2006

Historia laboral dentro de la Fiscalía Especial
“Samuel Pepys o Jean-Jacques Rousseau, mediocre o excepcional, si un individuo se expone con sinceridad, todo el mundo está más o menos en juego. Imposible encender la luz sobre su vida sin iluminar más o menos la de los demás”, dice Simone de Beauvoir, al iniciar el texto La plenitud de la vida. Beauvoir habla de Sartre, de sus ideas, y de otros amigos. Beauvoir no es Truman Capote, por cierto, de ahí que la la fineza de su actuación no haya generado huracanes, como sí para el autor de Plegarias atendidas. De ahí también, mi propia expiación anticipada.

Ingresé a la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) en el mes de diciembre del año 2004, invitado por un entrañable amigo, el filósofo argentino Luis Ponce, que a los sesenta años, en un país distante, porque era argentino, se lanzó a la sierra de guerrero en las peores condiciones para investigar la guerra sucia de Guerrero. Pequeño Ambrose Bierce del cono sur, entre civiles y militares, junto a José Martínez Cruz, José Sotelo Marbán y don Marcial Abarca. No pudo, sin embargo, contar sus cuentos. Luis Ponce había empezado a trabajar unos meses atrás, invitado y cobijado por José Sotelo Marbán. Si hasta el momento de entrar a la Femospp, yo compartía las angustias que Luis me traía cada tanto, de sus viajes a Guerrero, de la historia que veía; a partir de mi ingreso, las empezamos a padecer juntos. Empecé en diciembre, cuando pude cerrar los semestres de clases en las universidades en que trabajaba. Luis, como Rosa María Ortega, como Razhy González, o como otros compañeros que acabaron yéndose, no habían cobrado un centavo en el año.
Empezamos el trabajo de investigación sobre lo sucedido en 1968, junto a Claudia Cuevas, sistematizando documentación, leyendo lo escrito para diseñar la investigación, las tesis centrales del trabajo. Empezamos, a finales del 2004, con la lista de muertos de la esquela que hoy está a un costado de la plaza de Tlatelolco. No había más. Si en la fiscalía hubo o hay un escrito de esa época, sobre Tlatelolco, lo desconozco. Había cronologías en power-point, sobre los hechos del 22 de julio al 2 de octubre de 1968. Las ideas que les subyacían eran claras, exponer la masacre como el resultado de una pelea futbolística mal manejada por el secretario de gobernación, que se encontraba en una pérfida carrera presidencial. Tesis fuerte, por otro lado, sostenida por Octavio Paz en Postdata.
Era impensable que no hubiera más que unas carpetas con documentación fotocopiada del expediente 11-4, que está en Galería 1. Si había más, estaba en las averiguaciones previas, pero se nos advirtió que no teníamos ni tendríamos acceso a lo que el Área Ministerial había investigado. A los treinta y cinco años de secreto, al parecer le seguían los años de secrecía jurídica. Tampoco teníamos acceso a la galería 1 del Archivo General de la Nación.
A principios de marzo, sorpresivamente, Sotelo me pidió que cambiara de oficinas y de trabajo. Algo había sucedido al interior de la Fiscalía. La renuncia de quien estaba a cargo de la Dirección de Análisis e Información Documental, dejaba vacantes puestos de estructura, y en apariencia existía la posibilidad de darle más recursos al proyecto histórico. Sotelo explica este momento en una entrevista reciente. Tenía que dejar los trabajos sobre 1968, y colaborar en diferentes aspectos de la coordinación general. Podría tener una visión panorámica, y acepté.
La Femospp nos pagó recién a finales de ese mes, la deuda parcial existente hasta el 30 de diciembre del 2004. Llevábamos, si actualizamos las cuentas al 30 de marzo, tres meses sin cobrar, tres meses sin contrato. Nadie demandó.
El 29 de marzo empezaron los exámenes en el Centro de Desarrollo Humano de la PGR. Polígrafo, a pruebas de sida, exámenes toxicológicos. El 1 de abril respondí un cuestionario de 600 frases, en la que una y otra vez se me preguntaba si era verdadero que ‘a veces siento ganas de dejarlo todo e irme bien lejos’, o falso; si ‘a veces siento que la cabeza me va a explotar’; si ‘pienso mucho en el suicidio’; si era verdadero que ‘siento una voz que me habla’; si falso que ‘quiero ser florista’; o más directamente, si era verdad que ‘me gustaría ser mujer’.
Luis Ponce murió cerca de las seis de la mañana del lunes 11 de abril del año 2005, en un accidente de tránsito. Como había salido a correr -costumbre militante de estar en forma- en ese momento no tuvo encima ni identificación ni teléfono. Lo buscamos dos días, desesperadamente. El Fiscal mandó a poner una salutación en el diario Milenio. Pero en la administración dijeron que Luis no tenía contrato, por lo que no podían indemnizar a la familia ni hacer absolutamente nada a su favor. Nadie tenía contrato. Pero resaltemos que en la inserción pagada por la Femospp, Luis era considerado un historiador de la institución; pero para los administradores, ‘no tenía contrato’ y ya. Esto siempre fue parte de un constante doble del lenguaje institucional, la pública y en el crudo discurso interno.
En mayo, el encargado de Recursos Humanos me avisó que había pasado los exámenes y que ahora sí estaba en condiciones, de ofrecerme la plaza que ya había comenzado a desempeñar, con actividades, hacía un mes. Pero de esa notificación a tener nuevas noticias, volvieron a pasar meses.
De abril a agosto, la situación fue crítica. Muchos compañeros decidieron desistir; y fueron abandonando de a poco. Personas valiosas estuvieron un mes y no aguantaron la presión de trabajar sin cobrar, con el compromiso que suponía el documento. Entre ellos, Edgar González Ruiz, autor de varios estudios sobre la derecha estudiantil mexicana, historiador de tiempo completo.
En junio solicité una carta de servicios. Sólo Sotelo podía pedirla y así lo hizo. Me la dieron tres días después, el 20 de junio.
El 11 de agosto solicité información sobre la plaza y el pago. La misma persona, Carlos Juárez, me dijo que no podía informarme de la situación, porque las plazas de este tipo –una subdirección- dependían de la autorización del Fiscal, quien disponía de esas plazas. Pedí que se me diera la constancia de los exámenes. No -fue la respuesta-, eran de la institución. Debía considerar que estaba cubierto por los honorarios pactados en enero… sobre los que no había contrato. Al día siguiente, el 12, volví a escribirle a Romero Bernal, pidiéndole una explicación más amplia.
No hubo respuesta escrita. Unos días después nos pidieron a todo el equipo que firmáramos un contrato por el periodo de enero a junio, como si estuviéramos en el mes de enero. Era eso o nada. Solicité se adecuara al menos el salario a las modificaciones del mes de marzo. Era eso o nada. Firmé el contrato, como todos los que lo hicimos, porque consideramos que lo importante era seguir investigando.
El mes de septiembre cobramos, en su mayoría, ese periodo. Le escribí a la Oficial Mayor el 28 de septiembre, explicando los problemas, solicitando explicaciones. El 3 de noviembre, ante la falta de noticias le recordé a la Oficialía mi carta. La Oficialía ya me había contestado, pero alguien en la institución se había quedado con el original de respuesta. Solo aquellos a los que les había mandado copia habían recibido la contestación. La respuesta de la Oficialía Mayor era que, la Dirección General de Recursos Humanos “no tiene conocimientos de nombramiento ni contrato por honorarios a su favor”.
Estábamos en la última parte de la primera etapa, el texto general del Informe. Junto a mis compañeros enviamos cartas al Administrador, al Fiscal, a la Oficial Mayor, al Procurador y al Presidente de la República. La Procuraduría parecía interesada en resolver el problema, pero solo recogieron la información de que disponíamos, y luego de un par de reuniones, dejaron de atender el teléfono, y responder a nuestros mensajes.
El 14 de diciembre le pedí a José Sotelo que solicitara una nueva carta de servicios. El 15 de diciembre entregamos la versión completa del Informe “¡Qué no vuelva a suceder!”, al Fiscal, en su casa, que hoy y ante la prensa llama Oficina Alterna. Llevábamos exactamente cinco meses y medio sin cobrar, no teníamos contratos. Pero estábamos entregando el informe final, en medio de una resistencia interna a hablar de esa cantidad de desaparecidos, y a tomar la guerra en Guerrero, en los términos en que hablaba el informe. Después de hablar de las características del trabajo, incluso sobre la necesidad de hablar con términos realistas más que con términos aceptados por la jurisprudencia nacional, Sotelo le planteó el problema de los pagos.
El Fiscal, después de haber recibido incontables cartas explicando el problema, dijo que no sabía nada. Incluso reprendió al Administrador. Se comprometió a sacar dinero ‘de un fondo’, antes de navidad. Bien, dijo, y amablemente nos empezó a despedir. Lo detuve para decirle que para prometer había que haber cumplido, siquiera una vez. Y para decirle que el Administrador había sostenido que nuestras cartas a autoridades como el Procurador o la Oficial Mayor, nos volvían ahora responsables de que los trámites no se agilizaran. Otra vez la víctima era la culpable. Volvió a reprender al Administrador. Repitió lo de la ‘parte sustancial’.
El 22 de diciembre, sin visos de pago, José Sotelo consiguió una suma que equivalía a un par de sueldos para cada uno de los investigadores, o más. Habíamos trabajado duro, el informe se había presentado a tiempo. Cobraríamos pronto y él recuperaría el préstamo que nos había hecho.
El 20 de enero fui a Administración a pedir la carta de servicios que había solicitado en diciembre. El jefe de Recursos Humanos, risueño, me dijo que no había podido tratar el tema con su jefe.
El 25 de enero le escribí al Fiscal. Le expliqué, muy asombrado, la situación. Cinco días después me entregaron una segunda carta de servicios, pero ya sin dar cuenta de la plaza de subdirección, y solo explicando la relación del año 2005. Pedí inmediatamente que fuera corregida.
La segunda etapa del trabajo seguía siendo abrumadora. La administración quiso despedirnos, pero sin solucionar el problema de los pagos, ni un anuncio de despido. El fiscal le envío, el día 2 de febrero un oficio cifrado, un galimatías en el que decía que "la medida era indispensable e insoslayable", pero sin explicar cual era 'la medida'.
Según su modo de ver no éramos personal de la institución, aunque firmábamos la lista del ‘Personal sin gafete’ que controla la propia Administración. El 13 de febrero, el Fiscal ordenó terminantemente que las puertas del edificio de la institución, fueran bloqueados para los historiadores. Ordenó además, que no se recibiera documentación que viniera firmada por algunos de los historiadores, por lo que tuve que enviarle la carta al Fiscal, a través del Procurador, Daniel Cabeza de Vaca. José Sotelo, director de la investigación, fue, junto a Rosa María Ortega –que posee una plaza-, el único del equipo que pudo ingresar a la oficina.

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